¿Dónde están mis hermanos?, ¿dónde la tribu y la nación?

¿Dónde están mi madre?, ¿mis hermanos?, ¿dónde la tribu?, ¿dónde la nación? Tener familia, un territorio base, una nación, todo eso que construimos con nuestras manos mientras estamos de paso, son realidades imprescindibles, pero son penúltimas, digamos que intermedias. El Señor nos revela la única realidad que da sentido y hacia la cual todo hace referencia, su propia persona. Él es el destino hacia el cual todo debe confluir para tener verdadera salud. ¿Dónde está la familia?, en aquellos que viven del Evangelio. ¿Dónde la patria?, en el Reino de Dios, que ya se asoma en este mundo y no tiene las partidas presupuestarias de aquí abajo.

En estos días estoy releyendo ?Matar a un ruiseñor?, la famosísima novela de Harper Lee que se ganó el Pulitzer y se llevó espléndidamente al cine con un increíble Gregory Peck. Allí se nos cuenta la vida de un pueblo del Sur de los EEUU, tan cerrado y provinciano como el escudo de un armadillo. Las familias son tan sagradas que llevan a sus espaldas una amplia solera, y sus raíces están limpias de toda contaminación foránea. Esas familias crean sagas, cada una con su propia herencia genética, de la cual vienen comportamientos comunes. Los Crawford se comportan siempre generosamente, los Merriweather son enfermizos, los Buford tienen una forma de andar peculiar… Es decir, todo terminan pareciéndose. Las familias son pequeños círculos herméticos que se convierten en lugares oscuros, sin oxígeno, que derivan en algo parecido a una secta. Los pueblos se convierten en demarcaciones perfectamente definidas, donde vive gente autorreferencial que considera extranjero y sospechoso a todo aquel que asome por allí la nariz.

En el fondo somos así, tenemos tendencia a idolatrar lo que tocamos. Cuántas veces la Iglesia ha criticado este empeño por empequeñecerlo todo. La Iglesia siempre nos ha enseñado a amar la propia tierra, pero nunca a idolatrarla. A fundar una familia, por supuesto, pero, en el momento de pertrecharnos con lo básico, salir de ella para escoger en libertad a quien lleva en su piel otra tierra y otra experiencia. Así ?dejará el hombre a su padre y a su madre?? Quizá el Señor usa el verbo que se hace más cuesta arriba al ser humano: dejar, abandonar lo que se le dio, para ir hacia una realidad nueva y desconocida.

Pensar a lo amplio no es fácil, preferimos lo pequeño y lo conocido, ?pensar en chico?, como decía doña Emilia Pardo Bazán. Pero esa es la peor manera de afrontar nuestro destino de criaturas creadas libres a imagen y semejanza de Dios, sin dependencias que nos empequeñecen. En el Evangelio de hoy aparece el piropo más bonito que Dios puede dirigir a una de sus criaturas, ser discípulo, pero nadie se enteró de aquella referencia a su madre.